Con los ojos abiertos

UNO piensa muchas mañanas que la vida es una mierda y que sería mejor quedarse en la cama. Pero luego abre los ojos, se viste y le surgen dudas frente a la taza de café. Sí, es verdad que la vida es un asco y más cuando alguien se empieza a hacer viejo y le fallan la vista, las piernas, la dentadura y el pulso. Pero aunque las esperanzas son mínimas de que cambie la suerte a partir de los 55 años, quedan algunas cosas que sí merecen la pena.

Me pasa lo mismo que a Woody Allen en Manhattan cuando le abandona la adolescente de la que se ha enamorado y al reflexionar frente a una grabadora se da cuenta de que tiene bastantes motivos para seguir viviendo.

Bien pensado, si tuviera que dejar hoy este mundo, lamentaría perderme el próximo Madrid-Barça, las películas de John Ford, el arroz con bogavante de Bayona, las canciones de Gino Paoli, la llegada de las primeras nieves de invierno y alguna novela negra que tengo sobre la mesilla.

Pero lo cierto es que -como pensaba Agustín García Calvo- la vida es poca cosa y hay muchas razones para deprimirse a la vista no ya sólo de las contingencias del azar sino también de las propias limitaciones que el tiempo va aflorando.

He vivido como un hombre corriente, no he sido un héroe ni un cobarde, me he equivocado en un montón de ocasiones y he juzgado mal a las personas. Pero nada de eso tiene arreglo. Es demasiado tarde para cambiar.

Lo más doloroso de cumplir años es que uno se da cuenta de su propia irrelevancia, del fracaso de cualquier empeño por transformar el mundo. Pertenezco a la generación que creía que la desaparición de la dictadura franquista nos traería un reino de buenaventuras y lo que constato es la impunidad del poder para cometer todo tipo de desafueros.

La maldición de envejecer consiste en que se empieza a ser demasiado consciente de lo que pudo ser y no fue, de la existencia de ese abismo entre los deseos y la realidad. Sin embargo, mentiría si dijera que me siento frustrado porque no lo estoy: he jugado la partida y los dados han sido caprichosos, pero no injustos. Lo malo se ha equilibrado con lo bueno.

Aunque la vida está llena de decepciones, aunque el espectáculo es deplorable, prefiero seguir teniendo los ojos abiertos y no perderme la función. Adiós, Agustín.